sábado, 9 de diciembre de 2006

Interculturalidad y Medicina Tradicional

CONGRESO
“INTERCULTURALIDAD
Y MEDICINA TRADICIONAL”

CENTRO NACIONAL DE SALUD INTERCULTURAL
DEL INSTITUTO NACIONAL DE SALUD
(CENSI-MINSA)

“LA CIUDADANÍA CULTURAL
Y LA SALUD PÚBLICA”

Ponencia de Francisco Ballón Aguirre.
Centro de Investigación y Promoción Amazónica
(CIPA)


Lima, 6 de diciembre del 2006

“LA CIUDADANÍA CULTURAL
Y LA SALUD PÚBLICA”


1. La ciudadanía cultural es el ejercicio de los derechos humanos, civiles y políticos en relación a las características que tipifican a las personas en la sociedad. Se debe considerar que la puesta en práctica de los derechos de la ciudadanía cultural implica que tales características sean reflejadas/adoptadas por el sistema jurídico nacional.

2. Por su parte, la ciudadanía –a secas– supone un principio básico, cual es, que todos los ciudadanos sean tratados como iguales: “Todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley. A este respecto, la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva contra cualquier discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social (Artículo 26, del “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”).

3. Consideremos ahora una realidad cultural plural o sea, la convivencia de culturas. La variedad de expresiones que tipifican a las personas en su condición de humanidad. Supongamos además, que esas personas se encuentran en opciones culturales muy distintas, distantes y en muchos casos, contradictorias. Pudiéramos hablar, en esa medida, de unos individuos que se relacionan con el mundo globalizado, utilizan internet, acuden a consultorios de cirugía plástica o juegan tenis... en el mismo instante en que ese ejercicio cultural se produce, otro conciudadano presenta como interés dominante es lograr mantenerse aislado, separado del resto… no solamente por que esa actitud proviene –necesariamente– de una decisión intelectual o defensiva sino que, precisamente por nuestra distancia cultural no podemos conocemos las razones de sus actos sin poner en riesgo su vida.

4. En ese panorama debería entenderse que la aplicación del principio de la igualdad jurídica incluye tanto al tenista tanto como al incontactable. Y lo que es más evidente todavía, que la igualdad entre las personas se extiende a las multifacéticas expresiones culturales intermedias entre ambos extremos. Pues, si el dilema del “no contactado” puede resolverse con la regla que confirma su derecho a mantenerse aislado, esta regla de excepción no es posible –¿ni deseable?– aplicarla a los otros mundos culturales que sí están en contacto. Así pues, las diversas situaciones en que los ciudadanos con sus culturas –no occidental u occidentalizadas– se encuentran en la calle día a día, ambos para ser tratados por el Derecho como iguales, requieren de reglas mucho más complejas –y realistas– que las de la exclusión pura.

5. Tanto más complejas esas normas, si se estima que el sistema jurídico nacional tiene en su propio diseño una “marca de fábrica pro-occidental”, pues es un diseño “derivado” de una familia jurídica occidental romana, germánica y canónica. De manera que es bien difícil lograr lo que teóricamente el Estado constitucional debiera equilibrar: aquello de que “reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la Nación”, con lo de “promueve la integración nacional”, como si ambas cosas fueran –al unísono– posibles.

6. Es indudable que las armazones jurídicas en pro de la igualdad ante el Derecho están refiriéndonos a ser “tratados como semejantes”, no a que somos unos y otros idénticos. De hecho, no existen dos personas idénticas en el plano de la realidad social y económica. Cada uno es un ADN diferente, cuentan con una riqueza/pobreza distinta, y con unas oportunidades totalmente diversas en la vida. Y no obstante, el derecho insiste en tratarlos a todos por igual. ¿Por qué esta insistencia?

7. El principio de la igualdad opera desde dos perspectivas distintas y complementarias cuyo reflejo en el éxito o en el fracaso de las políticas públicas no es evidente.

8. Pues, la igualdad puede entenderse con el establecimiento de las mismas condiciones de acceso a la salud para todos los ciudadanos, por ejemplo, la extensión de los servicios médicos a las regiones más apartadas y necesitadas, aquellas donde la pobreza de las gentes termina matando con enfermedades que en otro contexto, no significan sino una visita a una farmacia. La extensión de la salud pública –en el entendido que la salud pública resulta de una serie de operaciones políticas que distinguen entre lo público/privado– debiera entonces abarcar al mayor número de ciudadanos, o si se prefiere: alcanzar a todos en las mismas condiciones.

9. Pero la igualdad puede entenderse también como el proporcionar a cada ciudadano el tipo de atención que sus condiciones culturales requieren, es decir que cada persona debe ser tratada de acuerdo a lo que esa persona es y no, de acuerdo a una medida general-parámetro o protocolo universalizado de atención “idealmente correcta para todos”. Es posible que, un “enfermo” desearía ciertos patrones culturales en su tratamiento, le gustaría que le hablen en su idioma, que le explicaran la enfermedad en conceptos asequibles, que le dieran un tratamiento adaptado a su realidad… etc., etc. Siempre y cuando claro, el conflicto cultural no llegara al extremo de los no contactados que rechazan toda medicina que no sea la propia. En estos casos no se trata de “extender al mayor número de ciudadanos” una atención homogenizada sino la de proporcionar a cada uno la atención adecuada.

10. A pesar de lo que el culturalismo pretende –que normalmente confunde con lo que desearía el armónico mundo del “diálogo intercultural”–, la realidad es que no todas las culturas están en armonía pues la mayoría deben operar, como huéspedes más o menos intoleradas, al interior de una cultura dominante en un Estado Nacional. Y en este plano, cualquier eufemismo sale sobrando: tanto por la toma de decisiones –el carácter político de la salud pública– a las que muy difusamente pueden llegar los sectores culturales más tradicionales (defecto democrático), como por el contenido mismo de esas prácticas (defecto etnocéntrico), los menos occidentalizados llevan las de perder.

11. De manera que, el acceso diferenciado a la salud pública contiene dos efectos muy distintos de la igualdad. Es decir que, la discriminación se puede realizar tanto por una extensión insuficiente como por una extensión inadecuada de los servicios.

12. Quizá en este punto unas viejas historias pueda ilustrar mejor el problema. Hace muchísimos años conversé con un amigo médico de nacionalidad inglesa que trabajaba en el Alto Marañón con comunidades Awajún del Río Nieva. Como yo estaba interesado en los casos de brujería y su efecto en la norma de “obligación” de venganza, le pedí me orientara en qué hacía él cuando se encontraba con una enfermedad que escapaba a su “norma” de salud. Respondió, claramente, que él diferenciaba los casos y, cuando encontraba uno cuyos síntomas no correspondían a nada de lo que él pudiera manejar lo derivaba, de inmediato, al brujo.

13. En un contexto muy diferente, en el Río Palcazú, encontré en la puerta de su casa a un Yánesha que había sido mordido por una serpiente venenosa y que recibía un tratamiento que el médico Yánesha le suministraba en base a emplastos de hojas e infusiones. Con un optimismo moderado el hombre me enseñó la herida y me dijo “si hubiera mordido más arriba habrían tenido que evacuarme o estaría muerto”. De hecho, en la ubicación en la que nos encontrábamos la evacuación era imposible pero la atención local había sido suficiente para sanar al accidentado.

14. Si pudiéramos ver la situación del médico inglés y del comunero yánesha a la luz de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), que en su artículo 25 sostiene: "Toda persona tiene el derecho a un estándar de vida adecuado para la salud y el bienestar de sí mismo y de su familia, incluidos alimentos, ropas, vivienda y atención médica...", notaríamos que el médico ha tenido que definir el “derecho de toda persona” por la auto-exclusión de su “ciencia”, en tanto que el comunero ha sido atendido por su propia medicina sin alternativa posible si el caso hubiera sido más grave: habría muerto dado el estándar de la atención tradicional. De manera que, la regla requiere ser flexible y moldeable a muchas situaciones de conflicto real o aparente entre las culturas.

15. De manera que, en muchas ocasiones de la vida real y efectiva del derecho, los hombres deben comportarse tratando de tomar alguna alternativa entre fuerzas muy dispares que involucra a su condición cultural y saben que, algunas veces, es necesario abandonar su tradición médica en favor de la tradición más adecuada. En algún momento, las gentes se percatan que la medicina oficial no puede solucionar sus problemas reales y que esa deficiencia puede ser cubierta –con ventaja– por la medicina tradicional. En otros casos se acepta la medicina externa en el entendido que, pese a no ser “la suya”, tiene –para ciertos efectos– una ventaja evidente. En tanto que, en otras situaciones, se reafirma la identidad médica de origen al preferir una vía que conduce a una solución culturalmente adecuada del problema.

16. El punto más crítico es cuanto las alternativas son nulas, pues la discriminación del acceso a la salud se ha plasmado en ambos sentidos de la desigualdad: como falta y como modo inadecuado.

17. Todas las personas desearíamos ser tratadas con igualdad, erradicar cualquier tipo de discriminación y las ventajas injustas que ella acarrea y, entre tanto, debemos optar por vías que –en muchas ocasiones son incompatibles– producen tratamientos totalmente distintos. Al Derecho le corresponde presentar las opciones como legalmente válidas e intentar apuntalar la idea de que, la discriminación cultural afecta tanto en el plano de la igualdad en el acceso/extenso como en el de la igualdad como acceso/adecuado. Y entre ambas posibilidades el ciudadano real, el de todos los días, el que vive en el Perú de verdad, debiera poder optar y no ser, como lo es ahora, un cuasi-ciudadano cuya alternativa de salud pública se reduce –en lo fundamental– a las propuestas diseñadas sin interés por las profundas variaciones culturales del país.

La identidad jurídica decreciente: el acceso y sus resistencias

SEMINARIO NACIONAL
“ACCESO A LA JUSTICIA EN EL MUNDO RURAL”
(Balance y nuevos rumbos)

INSTITUTO DE DEFENSA LEGAL
(IDL)

“LA IDENTIDAD JURÍDICA DECRECIENTE: EL ACCESO Y SUS RESISTENCIAS”*

Ponencia de Francisco Ballón Aguirre.
Centro de Investigación y Promoción Amazónica
(CIPA)

Lima, 29 de noviembre del 2006

Contenido

1. Las pautas teóricas.
1.1 Lo cultural.
1.2 Lo jurídico comunal y estatal.
1.3 Lo aceptable como jurídico en el acceso.
2. La identidad jurídica decreciente.
2.1 Igualdad social e igualdad jurídica.
2.2 Las dos estrategias de la igualdad.
2.3 La discriminación socio-cultural.
2.4 La reacción a la discriminación.
2.5 El decrecimiento.
2.6 El reemplazo.
3. Las alternativas de acceso.







1. Las pautas teóricas.

1.1 Lo cultural.

La idea según la cual la gente prefiere su “propia justicia” a la “justicia del aparato estatal” nos parece que puede ser analizada en el conjunto de una estrategia mayor: el de las relaciones entre identidad cultural y la igualdad. No siempre se piensa así y no necesariamente la justicia “comunal” está auto-definiéndose como la única verdad o camino posible. Se puede reafirmar o rechazar una identidad jurídica dependiendo de la estrategia del grupo social en respuesta a las experiencias históricas particulares. Es una historia distinta a la del sistema jurídico nacional que por definición se considera exclusivo.

Toda sociedad es cultural en el sentido que posee un orden social: la amalgama de instituciones, principios y hechos que construyen una comunidad humana con ciertas características propias y que la definen –por contraste– frente a otras. En nada se diferencia –en relación a la sociedad que la genera– una adjudicación de derechos sobre la sal, las larvas de escarabajo, la totora, las alas de las mariposas etc. de una concesión minera, el anticipo de legítima y la protección del derecho de autor. Salvo, naturalmente, que las instituciones han sido creadas para funcionar con cierta consistencia y no con otra, con cierto orden de ideas y principios y no con otros… Desde un punto de vista dominante los sistemas jurídicos modernos se concretan en estructuras nacionales, es decir, el orden jurídico es el nacional en el sentido usado por Hans Kelsen en tanto que otras sociedades se asientan en ideas religiosas, cósmicas, animistas, familiares... en una racionalidad de distinto origen.

A grosso modo se puede decir que una entidad cultural es el conjunto dinámico de elementos que identifican a un grupo humano en sus relaciones con otros semejantes. Su nivel de aislamiento, de contacto, de mestizaje, la lengua, las costumbres… a través de las cuales se tipifica una comunidad humana ante sí misma y frente a las demás*. En cierto modo es un contraste el que hace posible la identidad. Se trata de una situación bifronte: atañe tanto al individuo como al conjunto. Normalmente para definir si estamos ante una comunidad cultural indígena se emplean dos criterios: el reconocimiento “objetivo” a través del idioma y el “subjetivo” mediante la autodefinición de cada quién. En este texto, lo indígena será considerado desde ambos puntos de vista. No obstante, como veremos luego, la aceptación o la negación de una condición cultural –más o menos evidente– se debería a una estrategia multicultural adoptada frente a determinadas expresiones de discriminación. De esta manera, abarcamos a todos aquellos grupos humanos peruanos que, basados en esas dos reglas, se les puede considerar indígenas (sobrepasando considerablemente a aquellos definidos por el Convenio 169 de la OIT) y a aquellos otros que no lo son. En buena medida, la estrategia en pro de la igualdad es común a todas las personas a pesar de utilizarse alternativas en pro “de la igualdad” muy diferentes según sea su caso.

Pues bien, vayamos al meollo de la cuestión. La sociedad peruana se autodefine como pluricultural, es decir que conviven diversas tradiciones ancestrales y modernas, simultánea, complementaria y contradictoriamente unidas, y esa es una certeza constitucionalmente confirmada. La tradición pre-hispánica abarca a pueblos indígenas muy diversos en tanto que, la tradición colonial y republicana aporta otra variedad de expresiones culturales. Es dominante aquella tradición occidentalizada en su expresión hispánica difundida profusa y violentamente desde la colonia. Entiendo por tradición dominante aquella que ha cristalizado sus principios y conceptos rectores en el sistema jurídico “nacional” y ha impuesto sus valores al resto. Es decir que, se puede hablar en cierta medida de una “política cultural dominante” en relación a unas culturas “dominadas” en la medida que los valores del sistema expresan esa dualidad. Este es un fenómeno muy extendido en el mundo moderno y sus conflictos recorren todos los continentes del planeta, salvo algunos casos excepcionales –hasta hace unos años Portugal por ejemplo–, lo frecuente es que estemos ante variaciones culturales conviviendo en mayor o menor armonía al interior de un Estado Nacional. Bajo el manto las palabras “cultura” y “culturales”, se encuentra millones de seres humanos, ciudadanos y ciudadanas con una identidad sobre la que deben decidir… Como a su vez, el Estado debiera –teóricamente– equilibrar aquello de que “reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la Nación”, con lo de “promueve la integración nacional”, como si ambas cosas fueran –al unísono– posibles.

Por otra parte, en nuestra perspectiva el concepto de “justicia”, refiere a los diversos mecanismos de control social especializados en ese objetivo mediante la creación, adjudicación y cambio de las normas jurídicas. Es decir, mediante procedimientos que responden objetivamente –en fondo y en forma– a un sistema al que, por sus características, podemos darle el nombre de “jurídico”. De manera que, tomaremos la debida distancia de la “justicia” en el sentido de la obtención de un valor –superior– generalmente vinculado a principios de equidad moral mediante la toma de una decisión expresamente elaborada con ese propósito. Todos los sistemas jurídicos están hechos por las personas, se mueven por las personas y se acaban cuando las personas desaparecen. Con demasiada frecuencia tendemos a ver las normas jurídicas alejadas de quienes se “mueven” o se “paralizan” por ellas. Bajo circunstancias específicas los individuos comparten fuertes lazos de identidad y, en algunos momentos, la complejidad de esos vínculos determina la presencia de una cultura: idioma, religión, uso de los recursos, ubicación, memoria, etc. En las circunstancias del Perú, salvo rarísimas excepciones, lo que tenemos es una variedad de expresiones culturales confluyendo. En una sociedad dinámica, el cambio es permanente. Lo que estamos vivimos es el tránsito, el paso constante de unos modelos y unas costumbres, a otros usos y otras costumbres… para el caso que aquí expongo diremos: a otras estrategias de la igualdad*.

Así pues, en estas páginas trataremos de la identidad cultural en el campo de lo jurídico. La apreciaremos como un proceso de adecuación/contradicción que determina “grados” de aceptación/rechazo de pautas que afectan el acceso a la administración de justicia. Es decir que, el concepto mismo de acceso quedara subsumido a determinantes sociales que escapan a la “bondad” o “coherencia” de las medidas formales o legislativas para medirse, de este modo, en concordancia con lo que las gentes esperan que les convenga de sus acciones socioculturales estratégicas. Para decirlo de otra manera: la selección de la mejor oportunidad para lo culturalmente aceptable como “jurídico”. Y de esta vertiente resulta la afirmación de lo jurídico como algo bastante más amoldable, acomodable a las estrategias de la gente y mucho menos “consuetudinario”, “repetitivo” y amoldado a patrones duros e inertes. La vida del Derecho en sus diversas expresiones –en la fatigosa convivencia de varios sistemas socialmente legítimos– se debería apreciar de la manera más abierta y sensible posible, esperando ver más cambios que regularidades.

1.2 Lo jurídico comunal y estatal.

La justicia comunal, comunitaria, original, indígena o el sistema ancestral de administración de justicia buscan, bajo la superficie de las diferencias, objetivos semejantes a cualquier otro sistema de administración de justicia: mantener la cohesión del orden social que los produce. Pero esa consistencia plena, esa adecuación, esa armonía se trastoca cuando un sistema jurídico debe operar, como un huésped más o menos intolerado, al interior de un sistema dominante. Y en este plano, cualquier eufemismo sale sobrado: el sistema jurídico dominado se “amolda” o se revela. Si se amolda pierde originalidad pero –posiblemente de modo más o menos subterráneo– se mantenga y sobreviva. Si se revelara, entonces, debe quebrar el orden dominante y ese resultado no es consecuencia de un corpus jurídico en sí, sino de un largo proceso político: el logro de la autodeterminación. Es decir, el establecimiento de una nueva norma básico o fundamental en el sentido de Kelsen. Este camino no ha sido realmente explorado por las propias gentes y dudo que lo sea en un futuro cercano… empero subsiste como una de las tantas alternativas retóricas.

De manera que, lo que podemos apreciar las siguientes características generales: (1) la presencia de ordenes jurídicos de origen histórico distinto pero –desde cierto instante– coincidentes; (2) sistemas que se desarrollan en condiciones de desigualdad relativa, de modo que uno generalmente impera sobre el otro pero no en todas las circunstancias; (3) en momentos de tensión ambos sistemas pueden quedar simultáneamente neutralizados o inutilizados por inoperantes; (4) los dos tratan de acomodarse –de la mejor manera posible– a las condiciones que los han generado y no pueden quebrarlas radicalmente; (5) los elementos de uno y otro “fluyen” y se impactan mutuamente pero –normalmente– el dominante va imponiendo sus mores; (6) en diversas situaciones los sistemas pueden colisionar, coincidir, fusionar o desaparecer en el largo plazo.

Este drama socio-jurídico tiene dos actores principales, el Estado de una parte e, individualmente, alguno de los pueblos indígenas. Es decir, tenemos una gran fragmentación de las situaciones del punto (1) lo que dificulta las generalizaciones y obviamente, el desarrollo de políticas públicas y pro-indígenas válidas en tan diversas circunstancias. Esta es una dificultad que debe anteceder al diseño de una política en pro del acceso efectivo y de la pluralidad. Al tratar de medir todas las situaciones con la misma regla el fracaso es seguro. Deberíamos intentar, en cambio, pensar en una regla que acepte a la fuente de las normas como válida antes que a las reglas mismas: esto supone entender que el pluralismo no está demarcado por la relación entre el Estado y lo “indígena” (“comunal”, “ancestral”, “originario” etc. en tanto esas palabras aluden a un sinnúmero de situaciones diferentes) Sino, entre las múltiples expresiones indígenas se justicia y el sistema normativo del Estado. Antiquísimas propuestas para recopilar las normas en una suerte de “codificación” de las costumbres ha traído más desventuras que éxitos a la causa de una adecuada legislación nacional sobre el tema, pero ha engrosado los anaqueles de la “antropología jurídica”* peruana.

Por supuesto que el lector podrá ya entender la primera premisa que estoy sosteniendo: salvo el caso de los pueblos indígenas, es decir que se tratara de conglomerados culturalmente bien definidos estaremos ante un fenómeno de pluralismo, entendido como la presencia de un sistema jurídico paralelo y, en tanto se tratara de “fenómenos diversos de administración de justicia”, en una pueblo joven o en una agrupación agraria, estamos ante un hecho de pluralidad del sistema dominante. Para no enredarnos en la terminología, diremos claramente que, en nuestra opinión se requiere de una base cultural más o menos sólida para que de allí emerja un sistema de administración de justicia histórica y jurídicamente justificable y defendible, en tanto que, en los casos de “justicia popular” sería necesaria la exposición de una teoría cuya solvencia está en duda. Espero entonces dejar claramente fijado mi punto de vista en relación a quienes encuentran –por decirlo así– el “derecho” hasta debajo de las piedras.

1.3 Lo aceptable como jurídico en el acceso.

Desde nuestro punto de vista, lo jurídicamente aceptable cambia, se trasforma y se regenera de muchas maneras. Estas transformaciones operan tanto en el sistema dominante como en los sistemas dominados, son arrastrados por las situaciones que sus mundos ideales proponen a los mundos reales. Las relaciones políticas, de familia, de propiedad, de trabajo etc., se van recreando constante e inevitablemente en el juego de diversos procesos geneológicos, locales, nacionales e internacionales. En el micro cosmos de un pequeño pueblo como el Nomatsiguenga en la Selva Central, la inversión familiar en educación ha crecido en la misma proporción que la alimentación tradicional ha decaído y tanto lo uno como lo otro, definen bien lo que es más o menos aceptable –en estos asuntos– para ellos. Por ejemplo, el derecho de las niñas a ir al colegio y la distribución de bienes definidos por la moneda… empero, “el modo Nomatsiguenga” en el sentido de aquel estudio auroral de la antropología jurídica, sigue siendo profundamente auto-identificatorio: reafirma su idioma, su orden de parentesco, su acceso a los bienes, sus decisiones sobre la defensa y la muerte... como un asunto Nomatsiguenga. Del lado del sistema dominante, sus perspectivas sobre la “seguridad ciudadana” en los últimos treinta años ha variado drásticamente –de un asunto estrictamente sectorial se ha convertido casi exclusivamente en un tema civil y municipal– y las ideas de “transparencia” en el manejo de información cambian dramáticamente día a día en especial cuando de corrupción se trata. En fin, la dinámica de los sistemas jurídicos y sus constantes alteraciones –repetiremos– se producen también en la esfera de lo admisible e inadmisible como jurídico para los ciudadanos, a despecho o en concordancia, con los moldes teórica y formalmente aceptados. De manera que, no toda norma vigente calza, necesariamente, con la norma socialmente “establecida”, o socialmente deseada o socialmente esperada. De hecho, una norma para facilitar el “acceso” debe tener presente ante todo ese medio ambiente de recepción/rechazo que va a encontrar. Si las medidas contradicen la estrategia socialmente adoptada sus posibilidades de éxito son ínfimas. Para nuestro caso, un hiper culturalismo Nomatsiguenga, por ejemplo, que se proponga retornar al trueque como único medio de cambio o una política de seguridad que afirme el privilegio absoluto de la policía en el control de las calles… resultarían contrarias a la estrategia socialmente aceptada y difícilmente lograrían imponerse en los casos límite.

Nótese que nos alejaremos también de la idea de “acceso” como el planteamiento de “medidas” (¿buenas versus malas?) que hagan –proporcionalmente– más amplia la cantidad de ciudadanos que son atendidos con eficacia por el o los sistemas jurídicos, pues, con frecuencia esas elecciones son intuitivas o responden a “cálculos por conceptos” más o menos bien intencionados. En especial, de aquellos planteamientos “economicistas” en los cuales el grado de pobreza determina el fracaso o éxito de todas las políticas de inclusión en los sistemas formales, cual si la pobreza/riqueza fueran la única dupla a tenerse en cuenta. No desdeñando el evidente impacto que las carencias imponen sobre las oportunidades (selección de medios y personas) que el tener medios económicos sí proporciona, trataremos de aludir a asuntos menos ectoscópicos y algo más sutiles que escapan a esa medida. Empero, no dejo de abonar en el aserto de que un mundo con todos los ciudadanos medianamente solventes sería algo menos infeliz. El emplazamiento teórico de este análisis es, entonces, generado desde una vertiente que ve a la cultura como un factor dinámico y voluble que define buena parte de nuestra conducta en la selección de los medios para obtener ciertos resultados de justicia o de lo que consideramos sea la justicia. Un breve estudio de sociología jurídica que permita orientar las propuestas de acceso a la justicia como consecuencia de un análisis y no como premisa de una intuición.

Me parecería igualmente pertinente rememorar que, salvo en un plano puramente teórico, la división entre lo estatal y lo comunal es menos radical de lo que parece. Lo frecuente es que encontremos una variedad de elementos comunes y una cantidad de factores típicos actuando dinámica y complementariamente. En diversas experiencias de estudios de casos, se destaca que la gente puede concientemente “manipular” algunos elementos centrales al acceso y de modo más radical todavía, cuestionar la pertinencia de los modos modernos o tradicionales de operación. Nuestra lectura es que tales comportamientos –de aceptación o rechazo– se originan en estrategias de los grupos culturales para lograr obtener los mayores márgenes de “igualdad” según como ellos la entienden. Estas estrategias culturales no se dan en el vacío o en un plano de análisis hipotético sino teniendo presentes sus experiencias generales de vida y su educación. De hecho, la discriminación parece jugar un papel muy importante en la definición de la estrategia a seguir.


2. La identidad jurídica decreciente.

2.1 Igualdad social e igualdad jurídica.

La igualdad social no es simétricamente idéntica a la igualdad jurídica, pues atiende a un asunto distinto que puede ser apreciado mediante una pregunta: ¿qué nos/me conviene? Es decir, se trata de un cálculo sobre las ventajas y las desventajas de una cierta posición social, o de lograrla, o de reafirmarla, o de cambiarla. Y en ese predicamento, pudiera ser que la “igualdad social” no calce, no se amolde, no concuase con la igualdad jurídica de modo evidente. Es que en este plano pudieran surgir dos alternativas menos radicales y a las cuales la Ley –general y abstracta– no parece dispuesta a calzar: ¿bajo qué circunstancia me conviene el sistema tradicional y bajo cuál otra el sistema externo?* Cuando la disyunción sea posible, la persona o el grupo social, puesto en el predicamento de escoger, deberá realizar un cálculo de diversos factores y pondrá en marcha mecanismos diferentes ejecutar la vía elegida. Pero evidentemente, el sistema dominante está diciéndonos “yo soy el único camino, la única verdad y la única alternativa de justicia” que tienen… pero esas afirmaciones chocan con la experiencia de la gente que sabe bien que con frecuencia tiene muchas más alternativas. El problema es que algunas de esas alternativas no son jurídicamente válidas aunque sean socialmente aceptadas en el microcosmos que la genera y dan como resultado, la incómoda reacción del sistema dominante que no está dispuesto a ceder “soberanía”.

La primera premisa de la igualdad es que ella no pretende otra cosa que decirnos que todos debemos ser medidos –ante la Ley– de un modo semejante: con iguales desventajas. La ley es omni/comprensiva pues intenta que todos seamos tratados por igual, en el entendido que somos desiguales individual y grupalmente en otros campos y que, por tanto, se trata de equilibrar esas diferencias dentro de una semejanza –formal– que las “neutralice” cuando de la justicia se trata.

Conforme atendemos al tema de la igualdad podemos notar que ciertos énfasis nos harían dudar del sentido de ella, una de las principales se enuncia como “el derecho a la diferencia”, bajo cuyo paraguas caen diversos temas: de género, de sexo, de etnia, de origen nacional… En realidad refiere a tener los mismos derechos respetando cierta identidad que parece avasallada o aplanada por la identidad de género, sexo, etnia, origen nacional… dominante. Pero como es evidente, se trata de reclamar una igualdad ante el derecho… no una diferencia que suponga un privilegio ante el derecho, o sea, volvemos a la idea de que todos debemos ser tratados con igualdad por el Derecho. Para nuestro caso, se trata de la igualdad cultural entre los ciudadanos.

2.2 Las dos estrategias de la igualdad.

Desde el punto de vista cultural se presentan dos estrategias que responden a la “desigualdad” de manera aparentemente distinta y contradictoria. Mediante una de ellas se reafirma la identidad original, es decir, se confirman los patrones originarios y se busca que ellos “encuentren su lugar” en el mundo cultural dominante, es decir, en cierto sentido, sean admitidos en las reglas de juego de la sociedad mayor o “tolerados” digamos.

Esta estrategia tiende a expresar la identidad como un modo de cohesión social de búsqueda de la unidad y de expresión del valor desde la propia condición. Con demasiada frecuencia se tiende a suponer que todos aquellos grupos humanos a quienes podemos denominar desde el punto de vista objetivo como indígenas –en especial por el idioma materno– resulten reivindicándose como tales, es decir, asumiendo su condición desde el punto de vista subjetivo. La igualdad, en este caso, se quiere conseguir a través de la diferencia o sea, del ejercicio de la identidad cultural de origen y la búsqueda de su respeto en el contexto dominante: las principales luchas de los pueblos amazónicos se adscriben a este postulado y por ello se entiende, claramente, sus reclamos por una autonomía que les permita a sus sistemas jurídicos (entre otros) actuar libre y soberanamente en su control socio-cultural.

Se trata de una estrategia en la que combatir la discriminación supone reafirmarse en su condición ancestral o en lo que se considere, hoy en día, su condición ancestral. Las organizaciones “étnicas”, aquellas en las que los participantes se amalgaman por compartir un conjunto de tradiciones históricas más o menos fuertes, tienen el interés de mantener sus normas jurídicas e incluso aceptando cambios radicales, logran mantener el sentido de sus prácticas. Esa reafirmación parece calzar, en buena medida, con políticas pro-indígenas desarrolladas durante el siglo XX y que han tenido en los pueblos indígenas de la amazonía una buena recepción. Otras razones para la adopción de esta estrategia, en especial las referidas a la discriminación misma como un proceso disímil social y políticamente en el Perú no será posible desarrollarlas en estas páginas. Réstenos decir que bajo estas circunstancias una política de la reafirmación, aliento o promoción de la identidad jurídica será siempre bien vista y aceptada pues coincide con la reafirmación de la identidad. Una política publica encaminada a legitimar los sistemas jurídicos de los pueblos que siguen esta estrategia será siempre bien recibida por ellos.

Consideremos ahora, la otra cara de la estrategia de la igualdad en un mundo dominado por la exclusión, la discriminación y el maltrato histórico a la cultura. Donde los derechos no se expresan en un idioma que no es el materno, la educación trasmite los valores de un mundo acompasado a pautas, modos, formas, colores, olores, visiones, temores, pasiones… que se generan en un espacio crecientemente dominante. Donde las pautas económicas exigen unos estándares y unas certificaciones que en poco o en nada se relacionan con el mundo cultural de origen pero que, aún sin “entenderlas” son claves para la sobrevivencia diaria, el sustento de la familia y su reproducción, desaparecerían. Condiciones en los que la adaptación supone un valor extremadamente alto y la “tradición” un valor menos fuerte.

Añadamos a este caldo de injusticias un proceso histórico de desmontaje y paralización de las instancias y los modos originarios que sirvieron de contrapartida a un mundo colonial: la desarticulación de autoridades, el desplome de las sucesiones del poder, la reorientación del trabajo, la extensión de la esclavitud y el trabajo gratuito… en fin todos aquellos viejos males que recorrieron y en alguna medida recorren aún buena parte de nuestro país, en especial en las áreas andinas. Añádase a este panorama una hiper fragmentación jurídica que lleva a generar varios miles de “comunidades” –muchas de ellas enfrentadas a sus vecinas– con sus múltiples autoridades –a las que se les carcome con asociaciones de padres de familia, clubes diversos, tenientes gobernadores, alcaldes, policías, jueces de paz etc. etc.– y el panorama de la estrategia de la igualdad cambiará radicalmente de anclaje.

En efecto, la estrategia de la igualdad debe amoldarse a circunstancias en las que la reafirmación de la identidad no sea posible o deseable o fuere, extremadamente costoso –socialmente hablando– el adoptarla y debe redituarse, de la idea de la reafirmación a la de la semejanza: a obtener la igualdad logrando el manejo de los elementos culturales que pueda adoptar en imitación a las del dominante. No se busca la diferencia sino la semejanza, la identificación con el otro no tanto por la igualdad formal de mis derechos sino por la igualdad cultural que compartimos. En estas circunstancias, la reafirmación del sistema jurídico propio –cuando aún existe– está totalmente temperado a las condiciones circundantes.

En el siguiente esquema se puede apreciar de un modo rígido las fuerzas que actúan sobre la identidad cultural del ciudadano y, dadas las condiciones del presente documento, no nos es posible explicar todos sus detalles, no obstante lo cual, puede mostrar sintéticamente los diversos elementos en juego. ENTRA EL CUADRO


2.3 La discriminación socio-cultural.

Si nos preguntáramos ¿qué es la discriminación?, para precisar las ideas de este texto, diríamos que es la ventaja o la desventaja que produce desequilibrios injustos en los derechos a la igualdad. De manera que, la mejor medida de la discriminación son aquellos elementos en los que la igualdad ante la ley se refleja: “Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquiera otra índole”. Nótese que se trata de una prescripción “abierta” a una variedad de situaciones de índole semejante a las taxativamente señaladas en la norma, el género por ejemplo distinguido de la idea de “sexo” etc.

Lo evidente es que nadie quisiera ser discriminado, pero lo cierto es que la discriminación se expande por muy diversas razones. Los seres humanos somos especialmente sensibles a ciertas diferencias, raciales por ejemplo, que nos conduce a los comportamientos racistas, o a las tendencias a la hiper identificación que generan xenofobia. La xenofobia es un rechazo deliberado en contra de los “extranjeros” o de los grupos culturales diferentes al del discriminante que se considera “amenazado”. Se trata de una percepción segregacionista de las relaciones humanas centradas en la idea de que lo propio es superior. La hostilidad a los diferentes se puede expresar de muchísimas maneras desde la agresión abierta hasta la sutil postergación laboral… En fin, la discriminación da como resultado una cierta “ventaja”, una distancia social que el discriminante considera necesaria, justa e incluso indispensable para su propia existencia.

Debe entenderse que la discriminación es aquella que no cruza directamente el umbral de la vida o existencia de la persona o del sector social discriminado: la esclavitud, el genocidio, el etnocidio, las ejecuciones extra judiciales… no son manifestaciones de “discriminación” sino violaciones de derechos humanos de mayor gravedad. La discriminación altera la igualdad en un grado en el que el “beneficio” se puede prolongar en el tiempo: actúa creando situaciones relativamente estables, persistentes y de muy difícil desarraigo.

Posiblemente todos nosotros tenemos alguna experiencia de este tipo y hemos reaccionado de una u otra manera. Esas reacciones pueden considerarse como “estrategias” para lograr combatir la discriminación con los medios al alcance de cada quien. Supongamos, para estas páginas, la imposibilidad de acceso a la justicia como un mecanismo de discriminación social. Distribuye privilegios y oculta injusticias diversas. Como consecuencia de ello la desigualdad obtiene espacios sociales más o menos diferenciados y, por tanto, posibilidades distintas según la posición en la que uno se encuentre. Naturalmente que nadie quisiera ser discriminado sino lograr que la igualdad ante la ley se presente diáfanamente. En el mundo real las gentes de carne y hueso, sea cual fuere su trasfondo cultural deben lidiar con estos perjuicios, con estas segregaciones… Y para ello deben reaccionar de algún modo. En la perspectiva aquí adoptada la reacción es una estrategia que busca ampliar los márgenes igualdad y, cuando se trata de grupos culturalmente definidos que se encuentran en relaciones asimétricas, ello involucra sopesar el valor de las diferencias culturales como positivas o negativas, es decir, cuáles son las que aumentan o disminuyen la segregación, el racismo, la xenofobia, el machismo, la marginalidad... Pudiera considerarse entonces que, un tipo de administración de justicia que responda a ciertos patrones culturales –patrones que originan discriminación– pudiera ser abandonada en la búsqueda de un mejor equilibrio.

2.4 La reacción a la discriminación.

Como hemos dicho, consideremos a la discriminación de la manera más amplia posible como aquel conjunto de situaciones que producen en los ciudadanos desventajas “injustas”, es decir que, crean condiciones de desigualdad que privilegia a algunos por sobre otros.

Son muchos los medios a través de los cuales se pueden obtener ventajas segmentadas, de “clase”, de condición racial, de género etc. Para nuestro caso, vamos a reducirnos a aquellas que operan por el manejo o disposición de ciertos elementos culturales en un juego en el que, tales elementos, se encuentran en contradicción “política”: unos son dominantes y otros dominados. Un ejemplo bastante sencillo pero crítico es el del idioma castellano en relación a los otros idiomas… su predominio y su status es evidente. Imaginemos ahora que, basados en la idea –acertada científica y demográficamente– de que millones de peruanos tienen como lengua materna el Quechua y, decidiéramos que, en todos los procesos judiciales donde predomina población que habla este idioma, los procesos que los involucren se tramitarán –con todo su valor “oficial” o sea sin requerir de traducción alguna– en ese idioma, pensaríamos que hemos dado un gran paso en el acceso de las gentes humildes al sistema… y tal vez estemos equivocados. Pudiera ocurrir que esa política chocara de narices con la estrategia cultural de los supuestos beneficiarios y que estos, por el contrario, fueran los primeros en rechazar la medida por considerarla “discriminante”: ellos desean un proceso judicial con todas sus formas y entreveros –entre ellos el uso del castellano– aún a costa de “entenderlo” a medias. Regresaremos a este punto luego de dar un indispensable rodeo.

2.5 El decrecimiento.

Muy poco se ha explorado lo que hemos denominado, para estas páginas, como la identidad jurídica decreciente, es decir el abandono paulatino de las normas jurídicas de una tradición cultural para lograr “aclimatarse”, adecuarse o ser aceptado en un mundo cultural dominante. Su contrapartida es la identidad jurídica estable que se caracteriza por la constante reafirmación de su papel de control efectivo. Entre ambos extremos se presentan –en la realidad– variaciones, sumas y restas más o menos visibles de estas situaciones en especial en un contexto histórico en cual conviven dos o más sistemas jurídicos desequilibradamente.

La identidad jurídica decreciente supone un proceso que conduce a la pérdida del sentido del sistema en tanto que, su aplicación, resulta obsoleta, innecesaria o contradictoria con las necesidades sociales que la originaron y cae en desuso. Si bien pueden quedar algunos remanentes –en especial relacionada a ciertos bienes perdurables como la tierra– el sentido del sistema se pierde o se diluye tanto en (a) la producción normativa, como (b) la adjudicación que pierde su “clientela” natural. Pues, el mismo (c) cambio de las normas ha operado como un factor “estratégico” de adaptación y, en buena medida, de búsqueda de la igualdad por sustitución. La recepción/sustitución es el proceso mediante el que un sistema dominado se abre a un nuevo mundo jurídico dominante: a través del cual pauta –en adelante– sus comportamientos. Salvo algunos casos marginales, se puede afirmar que en el Perú todos los sistemas jurídicos indígenas pasan con distinto grado por este proceso de recepción/sustitución. Lo menos apropiado, en este punto, es establecer generalizaciones sobre el comportamiento de uno u otro sistema. No obstante, sí podemos señalar que bajo la variedad de casos y ejemplos muy diversos, la tendencia parece inclinarse hacia la sustitución de los modelos tradicionales por mecanismos “modernos” y dominantes. En otras palabras, el impacto del sistema formal, de sus preceptos, principios y valores tiene cada día más espacio donde acomodarse. Un ejemplo rápido de esta situación son los principios referentes a la democracia representativa y su valor en la organización legítima… a contrapelo de los modos más patriarcales, de “fogón”, “comunitarios”, “étnicos” etc.

Como es evidente en este texto hemos situado lo jurídico como un plano complejo de relaciones entre normas-principios y hechos, en una vertiente de entendimiento más o menos complejo de las relaciones que conducen a que cataloguemos a un conjunto de normas como un sistema. El siguiente paso que podemos dar, a favor de la claridad de la exposición de las ideas y para despejar las dudas, es que consideramos que los sistemas jurídicos son variantes culturales complejas y dependen de esas armazones mayores: las “representan” digamos. Por ello, no parece tan sencillo llamar con el mismo nombre a diversos fenómenos del pluralismo, en especial cuando ellos corresponde a los espacios erróneamente llamados “marginales” o “sub-culturales” (pandillas juveniles, bandas, grupos de auto-defensa, rondas vecinales y rurales, barras, clubes, sindicatos, cofradías de intereses financieros, grupos de presión económica, organizaciones de invasores, etc. etc.) siempre dispuestos a aumentar sus cotos de “juridicidad interna” de manera creciente y relativamente al “margen” del sistema formal en una estrategia de la igualdad acondicionada a sus intereses. Como es lógico y perfectamente tolerable y en alguna medida deseable, en especial cuando esos procesos atañen al mundo del derecho civil. La dificultad todavía no resuelta a pesar de las montañas de papel en el que se “describe” el funcionamiento de espacios normativos no estatales, es cómo probar que tales expresiones constituyen sistemas jurídicos o si se prefiere, si tales fenómenos son autónomos al sistema mayor.

En todo caso, la identidad jurídica decreciente no es un fenómeno jurídico en sí mismo sino un asunto sociológico. Responde a motivos muy distantes a la idea de “hacer respetar mis derechos”, o si se prefiere, es una lectura muy práctica de “cómo hacer respetar mis derechos en estas condiciones”. Lo cual supone una experiencia directa en cuanto a la discriminación y a sus múltiples formas de su expresión que puede señalarse como respuesta a la pregunta ¿cómo ser menos discriminado? No pretendemos señalar, por otra parte, que exista un interés dominante o “natural” en las personas por lograr la aceptación del resto sino una simple estrategia más o menos forzada por las circunstancias: en la medida que los elementos de una cultura son impactados por los de otra y, esos elementos se muestren como los “correctos”, los “aceptables”, los “importantes”, las personas tenderán a adoptarlos de una manera más o menos directa o disimulada… pero el impacto será innegable, en especial cuanto se trata de adaptarse a patrones que la educación transmite formalmente (muchas veces en el idioma del receptor).

2.6 El reemplazo.

De manera que, los patrones culturales originarios van perdiendo la fuerza constructiva de sus orígenes y se auto-reemplazan por componentes funcionales. Sin que –en adelante– interese mucho qué tan “auténticos” puedan ser siempre que logren al menos cumplir con los nuevos objetivos a los que la sociedad se ve obligada: adaptarse con la menor fricción posible al mundo jurídico del dominante. Nótese que en esa pérdida el factor determinante pasa de la eficacia del sistema para solucionar un conflicto interno, a la ductilidad del sistema para acoplarse a una solución que impida un conflicto externo (a pesar de perder eficacia en cuanto a la cohesión interna del grupo). Desatadas las ligaduras básicas del sistema de administración de justicia originario, las personas que estaban sometidas a él pueden llegar –incluso– a alentar el ingreso del sistema dominante si ello les supone ventajas en su posición interna: la mecánica de alianzas que definen, por ejemplo, una posición de poder a partir de la ubicación de un centro poblado, del juzgado, de la comisaría, de la alcaldía… y naturalmente de la(s) iglesia(as).

Cuando el enfoque sobre la administración de justicia se presenta contraponiendo elementos o suponiendo que lo auténtico responde a patrones del pasado el problema es que constantemente se está forzando la máquina para “encajar”, “amoldar” las situaciones que observamos a las premisas de nuestro análisis. Pues, parecería lo menos apropiado sostener que en muchas ocasiones los principales promotores del cambio son quienes –en teoría– debieran “conservar” las tradiciones jurídicas. Los liderazgos jóvenes son acusados de “citadinos” e impulsores de reglas traídas desde la ciudad (cultural) a la comunidad. Y es así pero lo que no estamos entendiendo es la racionalidad que genera estos cambios y las distintas actitudes sobre la cultura de origen que produce.


3. Las alternativas de acceso.

Llegados a este momento es posible precisar ya las alternativas de acceso en función a lo culturalmente aceptable como “jurídico” en un contexto de discriminación.

En los diversos casos de identidades culturales reafirmadas, en las que el reemplazo de sus patrones tradicionales produce una reacción de auto-afirmación, la tarea debiera consistir en ampliar los márgenes de legalidad de sus sistemas jurídicos y, dotarlos por este medio, de defensas hacia un “exterior” cuyas premisas de justicia difieren o se contradicen con ellas. De manera que, la legitimidad en sus operaciones pueda ser confirmada por la legalidad del sistema mayor. Sabemos que esta es una tarea ardua pues requiere dotar de tolerancia al sistema dominante cuyos operadores tienen resistencias diversas a admitir –como legales– espacios que desconocen o desprecian.

De manera que, seguir el compás a las identidades afirmadas en la diferencia jurídica es alentar la supervivencia de los espacios culturales en los que una comunidad se desarrolla. No obstante, es indispensable admitir que la dinámica interna y externa impacta en los modelos tradicionales y los “adecua” a las nuevas condiciones, en especial cuando se trata de áreas especialmente sensibles al sistema dominante: materias relativas al derecho penal y a los derechos humanos en general. Nótese la importancia de lograr esta ductilidad –por ejemplo para casos de marcadísimo machismo– a fin de hacer plausible un sistema antes que aferrarse ilusamente a una defensa culturalista a ultranza. De hecho, tendríamos que explorar los diversos espacios de acción jurídica que –viniendo desde el sistema dominante– es indispensable sean conocidos y manejados en toda situación “límite”. Los derechos sobre la tierra y los recursos naturales en general parecen un coto ineludible.

Sería interesante además, establecer procedimientos para tratar los conflictos entre los dos sistemas, cuando ello se presente antes de esperar –por ejemplo en el caso penal– una tipificación y apertura de un procedimiento penal. Una suerte de vía previa que analice desde la legalidad las opciones en juego y determine el mejor camino a seguir pues, en la actualidad lo que tenemos en el entrampamiento constante entre ciertas tradiciones y su ejercicio en contra del sistema dominante y por consecuencia, una reacción –generalmente– represiva.

Una situación muy distinta es la se produce en aquellas situaciones en que la opción cultural busca ocultar la identidad jurídica en el conjunto de cambios acatados por su intento de asimilación. En estos casos la búsqueda de la semejanza opera hipertrofiando las expresiones dominantes más formales: el uso de fórmulas, papeles, palabras, modos, instancias… se crea una idea churrigueresca de la justicia que, para serlo, deberá estar rellena de retruécanos ceremoniales. De modo que la forma se hace el contenido. A la inversa de la situación antes descrita –la reafirmación de la identidad– en el ocultamiento de la identidad tradicional, prevalece el interés por el papel, las fórmulas, el idioma latín de ser posible, el gusto por el litigio mismo… en suma la ritualización de la justicia como condición para serlo.

Poco efecto tendría, en estos casos, exaltar el uso del idioma, de las costumbres tradicionales, de los mecanismos comunales cuando lo que se espera es, precisamente, que la identidad cultural se modernice, se adapte en el manejo y disposición de los elementos dominantes: en el acatamiento de las reglas dominantes como medio para “apropiarse” de lo externo e identificarse por reemplazo, por asimilación. Y a pesar de lo que esta realidad significa como choque con las pautas de una antropología jurídica encapsulada sobre sí misma, dispuesta a reafirmarse en una visión romántica de la justicia, es indudable que la pérdida de identidad jurídica parece una fuerza indetenible, no obstante… No obstante debemos pensar que se trata de una estrategia y como tal cumple, en definitiva, una función de protección de cualidades culturales que están más allá de la “administración de justicia” solamente y que miran más directamente a la igualdad efectiva y a su concreción –de manera estable– en el corto plazo. Se trata de sociedades culturales radicalmente expuestas al contacto, que no lo pueden evitar, sin márgenes para el repliegue, con muy pocas opciones a su disposición.

Para estos casos de identidad oculta se apreciaría un sistema de justicia comunal que, reafirmado en los componentes formales –actas, sellos, modos e instancias– pudiera contar con una “cobertura de derechos formales” que, pudiendo estar a contrapelo de su estrategia, permita revalorarla de una manera diferente: como un valor práctico. En especial el uso del idioma como eje de su administración y, por su puesto, la búsqueda de una formalidad para la oralidad. Las culturas peruanas son tradicionalmente orales, transmiten y difunden sus patrones a través de cadenas históricas de comunicación cara a cara. El problema con el que debemos lidiar es si, encontramos los medios para concuasar la tradición cultural y el cambio de una manera tal, que las resistencias estratégicas a favor de la semejanza cambien. Y, si esto es posible, únicamente lo será logrando darles a los elementos de la cultura un valor que hoy en día no tienen pues, en mucho son vividos como desvalores, trabas, desventajas y atrasos contra los que se debe luchar… en una estrategia por lograr una igualdad que pase de identidad jurídica a identidad cultural.

* Algunas de las ideas expuestas en este texto corresponden a secciones de la investigación sobre “Ciudadanía e Identidad Cultural”.
* Para considerar las dificultades de una definición de cultura ver, “Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas” páginas 79 a 89.
* Asumo en este punto la idea de sistema jurídico como lo define Hart y tal y como lo he presentado a propósito del mundo Awajun.
* Ver “Introducción a la Antropología Jurídica” de Fernando Silva Santisteban, ed. Universidad de Lima, año 2000. Aborda por primera vez –desde el campo teórico de la antropología del derecho– en el año 1979 su desarrollo ha sido desigual, si bien ha despertado un mediano interés el estudio específico de casos andinos y amazónicos, ha desarrollado dos tumores benignos, pero tumores al fin: el intento de coptar, encapsular y administrar sus estudios en “redes” más o menos a medida de sus patrocinadores y, el intento por usar contra toda razón y sentido sus fundamentos para justificar –a través de estereotipos y lugares comunes– ciertas expresiones de “justicia rondera” como si ellas fueran originadas en imaginarios pueblos indígenas, de modo que, la teoría sirva de decorado meloso a expresiones que de otro modo quedaban desnudas. Los estudios más interesantes sobre esta realidad la constituyen pequeñas tesis diseminadas en algunas universidades de Lima en especial en la PUCP y en universidades provincianas fruto del esfuerzo poco conocido de estudiosos de origen indígena.
* El concepto de “externo” es relativo, refiere a un producto culturalmente extraño en su producción, contenido y control de su cambio… pero en las condiciones de la pluriculturalidad peruana, salvo los casos extremos –pueblos no contactados– lo frecuente es que las barreras sean difusas y muchos elementos, hoy en día internos, sean repetición o mezcla de alguno externo.

domingo, 3 de diciembre de 2006

Importancia del concepto de "pueblo" en el derecho la democracia y la soberanía popular

Introducción
En el Perú contemporáneo nos daría la impresión que el derecho
de los pueblos indígenas carece de interés jurídico o político. Por lo
general los medios de comunicación de masas, el establishment de las
ciencias sociales, los autores renombrados del arte y la literatura, el
gobierno, la educación, las normas oficiales... le niegan a ese derecho un
rol central en la democracia peruana.
Por su parte, la globalización y la unipolaridad parecieran cance-
larles todo papel protagónico a aquellos pequeños pueblos-oasis en la
historia postmoderna de la humanidad… No obstante, el más avanzado
análisis de la geopolítica internacional se mide con relación a la fuerza
de las civilizaciones en el contexto mundial y, a contrapelo de la aplana-
dora económica y la pretendida homogenización de valores globales, nos
advierte de la contundencia de los “mundos de sentido” que posee la
humanidad moviéndose a ritmos culturales disímiles y, con frecuencia,
enfrentados. Los estados-nacionales, otrora moles intocables del orden
internacional, se ven cuestionados por procesos socio-económicos que
los debilitan a un punto tal que se cuestiona la eficacia de su asamblea
12 Manual del Derecho de los Pueblos Indígenas
mundial. En ese gran escenario alguien podría preguntarse ¿de qué sirve
pensar en los derechos del pueblo Nomatsiguenga? -uno de los pueblos
que se encuentra arrinconado entre las múltiples formas de violencia y la
invasión-colonización perpetua de sus tierras- ¿Merece la atención del
pensamiento jurídico? Nosotros creemos que sí.
Pues bien, deseamos que el lector del Manual encuentre un pano-
rama de la doctrina, los principios y las normas más importantes del
derecho de los pueblos indígenas. Para describir la naturaleza jurídica de
ese derecho y poder cumplir objetivamente con la tarea encomendada, ha
sido necesario abordar teorías e ideas muy diversas. Esa es una inevitable
complejidad que tratamos de resolverse del modo más sencillo.
Este es un Manual -en el sentido de un texto sintético- que además
busca mantener un correcto nivel académico y pedagógico, desechando
la superficialidad en el trato de los aspectos intrincados o controvertidos
del asunto. Con esa intención, se elude el empleo de definiciones -al
estilo de las que se encuentran en un diccionario- que sería un método de
exposición inapropiado para nuestro objetivo. Así pues, entender cabal-
mente el derecho de los pueblos indígenas, exige una cierta sensibilidad
para relacionar asuntos generales de la teoría del derecho y la democra-
cia, con aspectos de la cultura y la historia. Ese es nuestro propósito
mediante el análisis del material jurídico.
Por otra parte, el Manual no es una recopilación de normas positi-
vas referidas a los pueblos indígenas, empero, hacemos referencias a los
dispositivos legales cada vez que ello resulta conveniente para aclarar-
nos algún aspecto. Así en el Manual, le damos preferencia a los princi-
pios que guían la producción jurídica de las normas, antes que a las
transitorias disposiciones legislativas o administrativas. Los principios
son los fundamentos, las bases sobre las cuales se edifica el Derecho.
Las razones que se emplea para justificarlos, los problemas que se deri-
van y las prácticas que se desprenden, son los elementos que componen la
doctrina del derecho de los pueblos indígenas.
Ahora bien, es importante recalcar que nos ocupamos exclusiva-
mente del ámbito del Derecho. De modo que, estaría equivocado quien
pretendiera desprender de estas líneas una interpretación del Perú como
una “dualidad” en la cual lo indígena es una homogeneidad sociológica
compacta, extraña o contrapuesta a otra uniformidad igualmente
compenetrada, ajena y distante a la que suele evocarse como la “socie-
dad nacional”. Las características de la sociedad peruana como un con-
junto que se define tanto por sus similitudes como por sus contradiccio-
nes no son el tema ni el propósito de estudio en este documento.
Como es evidente, las palabras “pueblos indígenas” incluyen a una
variedad de sociedades que pueden estar culturalmente muy diferencia-
das o próximas entre sí. Entonces, el Manual no se refiere a los “pueblos
indígenas” en cuanto expresiones sociológicas o culturales de diferen-
cias, semejanzas o de síntesis de la sociedad peruana. De manera que
cuando aludimos a los “pueblos indígenas”, lo hacemos con un sentido
jurídico preciso. Es decir, tal y como esa categoría es utilizada por el
Derecho: pueblos indígenas son aquellos sujetos de derecho a los
cuales les corresponde una categoría jurídica particular. En ese sentido
empleamos las palabras “pueblos indígenas” en estas páginas. Así pues,
nos referimos a los pueblos indígenas como aquellos sujetos que poseen
un derecho típico y exclusivo.


Primera parte:
Los Aspectos Generales

1. ¿Pueblos indígenas, ancestrales, originarios, nativos...?
Persiste el debate en torno a la denominación más adecuada. ¿Debe-
mos referirnos a los pueblos “indígenas”, o a los “originarios”, o a los
“ancestrales”, o a los “nativos”?... Pero la respuesta depende del conteni-
do que tenga el término elegido. Por ejemplo, si empleamos la voz “nati-
vos” para aludir a los grupos étnicos de la amazonía, o la palabra “origina-
rios” la usamos para referirnos a comunidades que son oriundas de una
región del país, o el vocablo “indígena” connota exclusivamente a los
pobladores andinos anteriores a la llegada de los españoles, o el concepto
“ancestral” se reduce a comprender a las poblaciones descendientes de los
antiguos señoríos... entonces, ninguna de estas denominaciones son útiles
al sentido jurídico trascendental, cual es, que se aluda a: (1) que se trata de
derechos de pueblos, (2) que esos pueblos sufrieron la interdicción de sus
derechos y, (3) que esos derechos son exigibles contemporáneamente.
Ahora bien, el error de Cristóbal Colón quien pensaba que había
encontrado una ruta marítima a la India, hizo que las potencias coloniales
y luego los estados nacionales, usaran la palabra “indio” para referirse a
las personas “encontradas” en esa expansión. Con el colonialismo, el
desprecio, el racismo y la discriminación cultural dieron a ese término las
connotaciones de un insulto. De modo que “indio”, es la denominación
históricamente empleada por el colonialismo y adoptada luego por el
Estado nacional. Pero la palabra “indio”, estrictamente hablando, se refie-
re a las personas nativas de la India. Por su parte el término “indígena”,
indica que una persona es originaria de un determinado lugar. En esa
medida lingüística todos somos indígenas u oriundos de algún lugar.
Si aceptamos que cada pueblo es distinto a los demás o que ningún
pueblo es como los otros, el concepto “indígena” engloba a todos aque-
llos que comparten un proceso histórico-jurídico común. Pero indivi-
dualmente cada pueblo se distingue de los demás. Entonces, la palabra
“indígena” no es el nombre propio de algún pueblo sino un vocablo que
empleamos para referirnos a un conjunto preciso. Como reiteramos
cada pueblo tiene derecho a nominarse, es decir, a darse un nombre.
Entendiendo que todo pueblo tiene su personalidad, elige cómo llamarse
y el uso de ese nombre, exclusivo y único, es también un derecho: el de la
autodenominación. De manera que, cada pueblo se auto-bautiza de
modo diferente: el pueblo Aymará, el pueblo Huitoto, al pueblo Bora etc.
Así pues, el derecho a nominarse o a elegir su nombre -autonominación-
integra la identidad activa de todos los pueblos del mundo.
Ahora bien, el concepto “indígena” quiere resaltar las semejanzas
jurídico-políticas entre algunos pueblos: Aquellos que han sufrido un
proceso común de despojo de sus derechos. A todos ellos los llamamos
“pueblos indígenas”. Paralelamente, esa palabra expresa –desde los pue-
blos- una conciencia en común sobre su situación actual. Resumiendo,
decimos que a ese conjunto de pueblos con pasado y presente similar,
identidad y derechos semejantes los llamamos “pueblos indígenas”.
Por otra parte, las ciencias políticas emplean el concepto de
“indigenización” para denotar el reencuentro de la gente con su cultura
ancestral y la reafirmación explícita de su valor político -por ejemplo
para lograr la independencia nacional-, o valor religioso o moral o
económico... La indigenización es un fenómeno que se expresa también
en pueblos que no son necesariamente indígenas. La contrapartida a la
indigenización es la “desindigenización” que se entiende como la pérdi-
da de los componentes de la identidad cultural propia a favor de los
valores e instituciones occidentales, tradicionalmente se le ha llamado
también “asimilación”. Por otra parte, la “aculturación” se refiere al
ingreso de componentes externos a la cultura receptora sin un carácter
contradictorio a su conformación original, resultando de esta manera,
una adaptación relativamente “armónica”.

2. Los usos de la palabra “pueblo”
La palabra “pueblo” es usada con contenidos distintos, por ejemplo
como sinónimo de: (a) “población”, en el sentido demográfico de un conjun-
to de personas, (b) “poblado” de casas que no forman una ciudad, (c) “masa”
o grupo anónimo y desorganizado de muchas personas, (d) los “excluidos”
del poder o de la economía, es decir, la gente pobre, (e) “opinión pública” un
punto de vista común a las personas, (f) de “proletariado” o clase social
definida por su lugar en la producción capitalista, (g) “nación” entendida
como el conjunto de “todos” los ciudadanos de un Estado-nacional y de allí
como “cuerpo electoral”, (h) como “nacionalidad” en tanto reclamo de
independencia o “grupo nacional”, (i) “etnia” como identidad de cultura-
territorio y, (j) “soberano” en tanto origen del derecho a gobernar.
Desde el punto de vista de la magnitud de las consecuencias
jurídicas podemos decir rápidamente que (a) “población”, (b) “poblado”,
(c) “masa”, (d) “excluidos”, (e) “opinión pública”, no tienen mayor
18 Manual del Derecho de los Pueblos Indígenas
trascendencia normativa. Incluso el “poblado menor” tiene alcance
demarcatorio-administrativo antes que de personalidad jurídica.
En cuanto a la clase social, el “proletariado” (f), esa categoría
tiene significado únicamente para los sistemas jurídicos socialistas. Como
sinónimo de (g) “nación”, (h) “nacionalidad”, “grupo nacional” y (i)
“etnia” trataremos con detalle sus distinciones en un apartado posterior.
Por ahora digamos solamente que en cierta etapa de la historia europea,
la idea de nación y la de pueblo coincidían perfectamente, de modo que,
todo pueblo -cultural- era una nación. Pero luego, el entendimiento de la
nación y del pueblo como ligazón cultural se desvanece y es reemplaza-
do por concepciones acordes al surgimiento del Estado nacional. Es
desde entonces que la nación y el pueblo dejan de ser correspondientes a
una identidad común y dan paso a un “pueblo” y a una “nación” entendi-
dos como pertenecientes a un cierto Estado nacional. Para Hans Kelsen,
el positivista por excelencia, el pueblo es realmente el (g) “cuerpo
electoral” que en determinadas circunstancias expresa su voluntad -voto
de la mayoría- en el entorno de una democracia. Luego regresaremos a
este asunto.
Pues bien, como (j) soberano, el “pueblo” es -en la teoría occiden-
tal de la democracia y el derecho- pieza clave de la emancipación
norteamericana, la revolución francesa y la independencia latinoameri-
cana. Asimismo es fundamental al desarrollo del derecho internacional
público y del derecho constitucional moderno. De manera que muchísi-
mo del corazón y el alma de las instituciones modernas se deben al viejo
principio de la soberanía del pueblo. “Queramos confesárnoslo o no, lo
olvidemos o lo arrojemos inconscientemente al olvido, de aquella época
proceden los elementos esenciales de lo que todavía hoy tenemos en
nuestra vida por digno de ser vivido: la idea de la dignidad humana, la
humanitas, de la libertad personal, de la igualdad ante la ley, de la
tolerancia recíproca, del derecho a la felicidad individual. Y también sus
consecuencias para el orden político: los principios de la separación de
poderes, de la colaboración de los ciudadanos en la formación de la
voluntad estatal, el principio del Estado de Derecho del bien-estar gene-
ral, de la publicidad de la justicia penal, la abolición de la tortura y de la
persecución hasta la hoguera a las brujas” (Welzel /248-249).
Réstenos precisar que los europeos emplearon la palabra “pueblo”
para designar a los que consideraban sus semejantes y términos como “bárba-
ros”, “infieles”, “primitivos”... para aquellos que catalogaban de inferiores.
Así pues, en el concepto de pueblo se arrastran antiquísimos elementos de la
historia del pensamiento y la política euro-americana hasta nuestros días.

3. La soberanía del pueblo y la democracia
Como ya hemos adelantado, la teoría del gobierno democrático y
la soberanía del pueblo se encuentran estrechamente vinculados a las
familias jurídicas del derecho anglosajón y del derecho romano-germá-
nico-canónico a la que pertenece nuestro sistema jurídico nacional. Su
trascendencia proviene de señalar el origen del derecho a gobernar.
¿Dónde se origina esa potestad? Históricamente en occidente se ha
respondido la cuestión de muy distintas maneras.
En efecto, para la teoría de la soberanía popular, el derecho a
gobernar es una potestad generada por la voluntad general -del pueblo-
que es delegada a una autoridad bajo ciertas condiciones. La idea de la
democracia “es la noción de que todo poder debe concentrarse en el
pueblo y de que, allí donde no es posible la democracia directa sino sólo
indirecta, todo poder tiene que ser ejercitado por un órgano colegiado
cuyos miembros han sido electos por el pueblo y son jurídicamente
responsables ante éste” (Kelsen/ 335). Ese poder, entregado transitoria-
mente, puede ser revocado, suspendido, modificado o limitado por quien
lo entregó. Entonces, no se trata de una transferencia sino de la delegación
o autorización para utilizar -en su presentación- el poder. La fórmula de
Lincoln sintetiza esta unidad entre gobernado y gobernante: “el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Algo de ese principio se
encuentra reflejado en artículo cuarenticinco de la Constitución política
del año 1993, donde se dice que “El poder del Estado emana del
pueblo”. Es tan importante la soberanía popular que la Constitución perua-
na (Artículo 3º) reconoce que la enumeración de derechos que realiza en el
capítulo primero - referido a los derechos fundamentales de la persona- no
es taxativa o limitada a los derechos expresamente enunciados, sino que
está abierta a “otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad
del hombre, o en los principios de la soberanía del pueblo...”. Además,
ese principio se proyecta sobre la separación de poderes sin diluir su
condición original de modo que, si bien puede no haber una elección
directa en algún cargo, nótese por ejemplo que “La potestad de adminis-
trar justicia emana del pueblo...” (Artículo 138º de la Constitución).
Pero como empezamos a vislumbrar, el término “pueblo” es de todos
modos ambiguo. Parte del entrampamiento nace de dos ideas consideradas
opuestas: la de que el pueblo es el conjunto de ciudadanos peruanos con
una identidad común y la -consecuentemente rechazada- de que puedan
existir varios pueblos jurídicos componiendo la nación peruana.

4. El concepto de “pueblo del Estado nacional” y el de “pueblos
indígenas”
Contraponer “pueblo peruano” a “pueblos indígenas” es un error
frecuente. En efecto, desde el punto de vista de la teoría positiva del
derecho, el pueblo peruano es una referencia a la suma de los individuos
que tenemos la nacionalidad peruana y gracias a la cual, ejercemos una
variedad de derechos y tenemos –consecuentemente- un conjunto de obli-
gaciones. En este orden de ideas, pensar esa composición jurídico-política
como una concordancia de identidad sociológica es un asunto intrascen-
dente, pues la existencia del pueblo peruano en el sentido de “una
sociedad jurídicamente organizada” no reclama uniformidad cultural, ni
una lengua común, ni un territorio geográfico, ni unos valores generales, en
suma, no requiere de una identidad cultural exclusiva para ser o expresarse
como una Nación. Lo cual además, sí es un requisito para una definición
jurídica de pueblos indígenas: un pueblo indígena es necesariamente uni-
dad socio-cultural autoafirmada. De hecho, el multiculturalismo y la
plurietnicidad son antiquísimos fenómenos mundiales en los estados nacio-
nal y cuya sola extensión debiera bastarnos como evidencia plena. La
unidad cultural dejó de ser la comunidad política.
Pero el problema no es realmente resuelto por el positivismo. Es
casi inevitable que comúnmente se entienda que el “pueblo peruano”
debe o puede o sería deseable se comportara como una asociación de
“patria cultural” -expresada en sus símbolos, la bandera, el escudo y el
himno- de modo que, quien “ofende, ultraja, vilipendia, menosprecia,
por obra o por expresión verbal, los símbolos de la patria o la memoria de
los próceres o héroes que nuestra historia consagra, será reprimido con
pena privativa de la libertad...” (Artículo 344º del Código Penal). Esta
relación entre el implícito cultural de una homogeneidad de sentimientos
patrióticos está diseminada además, en conceptos como el de “la comu-
nidad” (entendida como la sociedad civil en los artículos 4º, 7º, 162º y
166º de la Constitución), o en el de “sociedad” (como una psiquis de
“instintos naturales y fundamentales” comunes a los peruanos y por
distinción del Estado, en los artículos 4º y 15º de la Constitución). Como
puede apreciarse, nos encontramos inmersos en la tensión producida por
una lectura del Perú como un horizonte de coincidencias plenas y la
rugosidad de sus manifestaciones culturales. De hecho, una simbiosis de
múltiples aspectos -incluidos los jurídicos- antes que espacios “puros”,
encapsulados o enroscados sobre sí mismos: una dualidad rebatida en los
hechos sociales. No obstante esta dinámica cultural de múltiples influen-
cias, los pueblos indígenas subsisten en el Perú del siglo XXI y en un
mundo relativamente globalizado.
En cierto sentido nos encontramos ante un dilema entre las “cultu-
ras” peruanas -en plural- e “integración nacional” -en singular- que se
expresa, por ejemplo, en el artículo diecisiete de la Constitución en el cual
se dice que el Estado simultáneamente, “preserva las diferentes manifesta-
ciones culturales” y “promueve la integración nacional”. Se entiende
entonces que no puede promoverse a costo de no preservar, pero el justo
equilibrio entre el proteger y el alentar es dudoso en el medio ambiente de
una cultura oficialmente occidentalizada y desindigenizante del Perú.
Ahora bien, hagamos un pequeño rodeo para situar el problema en
una dimensión más amplia. Como señaláramos, al cristalizarse el Estado
nacional se amalgaman -en una supuesta entidad jurídico-política realiza-
da o realizable o formada o posible según el ideario que se profesara- las
nociones de “nación” y de “pueblo”. El “pueblo” -otrora identidad nacio-
nal de población, cultura y territorio- se convierte en la “nación” de un
Estado. Lo nacional entonces, resulta excluyendo a los pueblos -en plural-
que se encontraban dentro de las fronteras del Estado. Así la teoría calza
simetricamente al pueblo con el Estado -el “pueblo” del Estado sería la
idea precisa- El “pueblo” del Estado-nacional se presenta como la amalga-
ma entre los “ciudadanos”. En tal lógica, es absurdo e innecesario postular
derechos para sujetos –pueblos- que no existen. En adelante, el pueblo
“nacional” es el único que corresponde al Estado. Este diseño idealizado
se traduce en una igualdad reducida a las relaciones entre los ciudadanos
o entre ellos y el Estado y, remite el concepto de “pueblo”, al derecho
internacional.
Los efectos de esta telaraña conceptual son devastadores para los
pueblos indígenas. Por ejemplo, el valioso principio de la igualdad se hace
puramente formal e individualista y se manipula con dos sentidos perver-
sos en contra los pueblos indígenas: el primero por exclusión -el único
pueblo es el del Estado- y el segundo, por afirmación -la igualdad se limita
a la relación entre individuos-. Este es el escenario dominante puesto que
de cualquier otra manera tendría que admitirse: (1) la existencia de más de
un pueblo en el espacio del Estado o, (2) que “los pueblos” son tratados
desigualmente en relación “al pueblo” y como consecuencia, no tendrían
razón alguna para someterse a un sistema injusto.
Como podemos notar la adopción formal de la unidad pueblo-nación-Estado
resulta resolviendo algunos problemas y creando o manteniendo otros. La
falta de un estatuto jurídico pleno para los pueblos indígenas es irrele-
vante a la teoría de un “pueblo nacional” abstracto y compuesto por
ciudadanos libres e iguales ante la ley. Pero el ADN de los principios de
una sociedad democrática, es decir, planteada como la coherencia entre
la personificación moral de los pueblos y su representación jurídica,
mantiene activo el derecho de los pueblos interdictados. En buena cuen-
ta, el derecho internacional moderno se asienta en postulados como los
de Francisco de Vitoria (1483-1534) respecto a que los pueblos “paga-
nos” eran sujetos de derecho independientes y que, ni el Papa ni el
Emperador, son poseedores de un derecho de dominio sobre el mundo.
Derecho que ni Dios ni los pueblos han conferido a persona, imperio o
majestad alguna.

5. El “pueblo” en las teorías clásicas del Derecho
Consideremos el siguiente desarrollo de las teorías clásicas del
Derecho. Si se cree que el derecho a gobernar es entregado directamente
por Dios a una persona o a una familia, entonces la población debe
24 Manual del Derecho de los Pueblos Indígenas
sujetarse a ese soberano investido legítimamente de la potestad de gober-
nar. El “pueblo” -en ese caso- es un súbdito de aquel soberano que
ejercita la potestad divina de gobernarlo. Pero si ese derecho ha sido
puesto en la “naturaleza” o se encuentra a disposición de la “razón” y
puede ser “descubierto” por las personas, el soberano tiene la obligación
-una vez precisada la norma- de aplicarla en el sentido correcto o sea, de
conformidad con el bien común. Dando un paso más, podría decirse que
el Derecho está en la naturaleza para ser “descubierto”, “re-conocido” y
obedecido por el pueblo.
Cuando se forman los modernos ideales sociales, desprendidos de
los antiguos conceptos de “pueblo”, este se nos presenta cual una entidad
autónoma a las normas del derecho eclesiástico y a las del derecho
divino de los reyes. Solamente entonces, los principios de la soberanía
popular empiezan a cristalizarse con el sentido que hoy los conocemos.
Sucederá así que el “pueblo” expresa la “voluntad general”, es decir,
síntesis de un interés general diferenciado de la suma de voluntades
particulares (“voluntad de todos”). La renuncia a la libertad individual
-que está en la naturaleza de los hombres- regresa a ellos transformada
en derechos civiles. De manera que, el “pueblo”, en los ideales de la de
Independencia norteamericana y la revolución francesa, se somete -por
decirlo de algún modo- a sí mismo. En esa eventualidad, el Estado
aparece cumpliendo el papel de representar la voluntad exterior de la
que proviene su derecho a gobernar. Pero, al menos en el pensamiento
de Rousseau, al contrato social habrá de añadírsele costumbres, opi-
nión pública y una “religión civil” para formar -plenamente- la esen-
cial “unidad mística” de los ciudadanos. Entonces, los nacionalismos
empiezan a dibujarse de varios modos.
Una de las manifestaciones más nefastas es el nacional socialismo
que creyó encontrar el “espíritu del pueblo” encarnado en el pueblo alemán
y en sus rasgos raciales cual prototipo de superioridad humana. De otra
parte, cuando el “pueblo” es identificado con la clase social, el proletariado
y el partido único que lo representa hacen del Estado su instrumento de
lucha, nos encontramos ante el socialismo de corte totalitario.
Como se puede apreciar de aquellas variantes de organización
política, las relaciones entre las categorías pueblo-derecho-Estado son
muy delicadas. Por ello, debemos tener la mayor precisión posible en lo
que se sostiene y presentes las consecuencias prácticas a las que dan
origen nuestras afirmaciones. Si bien luchamos contra todo totalitarismo,
contra los dogmatismos de la “verdad” única y la unicidad de la cultura,
no debemos olvidar que las culturas son relativas pero la moral no lo
es. La justicia y la verdad son -bajo las ropas de la diversidad- un
atributo general a todas las civilizaciones.
Así pues, siguiendo el panorama teórico, en el llamado
“historicismo” todo pueblo tiene un “espíritu” singular que se expresa en
su propia “historia”. El derecho, entonces, se ajusta a esos caracteres
dentro de una unidad política –nacional- autónoma que es transversal a
sus integrantes. No debe extrañarnos que el historicismo como otras
ideologías, haya contribuido -sin proponérselo- a la formación de los
nacionalismos fascistas del siglo XX.
Por otra parte, para la noción clásica de derecho positivo el pueblo
“son los individuos cuya conducta se encuentra regulada por el orden
jurídico nacional: trátase del ámbito personal de validez de dicho orden”
(Kelsen/276). Es decir que para el positivismo no hay un concepto socioló-
gico del Estado diferente del concepto jurídico. “El Estado es una socie-
dad políticamente organizada, porque es una comunidad constituida por un
orden coercitivo, y este orden es el derecho” (Kelsen/226). De esta mane-
ra, queda escindido pueblo-nación-Estado como unidad “real” y se presen-
ta como unidad normativa: “El Estado es la comunidad creada por un
orden jurídico nacional (en oposición al internacional). El Estado como
persona jurídica es la personificación de dicha comunidad o el orden
jurídico nacional que la constituye”. Desde el punto de vista jurídico, “el
problema del Estado aparece, pues, como el problema del orden jurídico
nacional” (Kelsen/216). Para esta perspectiva, la “nación” es equivalen-
te a un orden jurídico particular. Las afinidades culturales, territoriales
e históricas son indiferentes pues se trata de un “pueblo-población” en
tanto conjunto de individuos con la misma nacionalidad formal. Es decir
que su identidad en común -si ella existiera- sería la de estar regidos por
el mismo sistema jurídico. En cierto sentido, el derecho moderno cubre
de juridicidad a la sociedad liberal y la despoja de cultura.
En contraste -para la sociología del derecho- se trata de un fenóme-
no de control social eficaz que, puede o no, coincidir con el sistema
jurídico -de validez formal- o con su aplicación jurisprudencial. En buena
cuenta, está determinado además, por una multitud de otros factores, en
especial, por la economía y la política como ejercicio del poder: la domina-
ción. Desde el punto de vista amplio de la sociología jurídica clásica,
“pueblo” no es una categoría de análisis sino a través o en tanto, expresión
de relaciones de dominación. Así el que alguien mande y alguien obedezca
es el hecho a ser analizado. Para la antropología jurídica, en cambio, el
derecho es una manifestación típica de todo grupo humanos auto-delimita-
do. Las normas y los grupos humanos que las producen culturalmente, se co-
responden exactamente como el guante preciso en la mano debida. Todo
derecho resulta así -por definición- eficiente y muchas sociedades son
plurales jurídicamente hablando. La idea de “pueblo”, en este caso, se
aproxima mucho a la etnia y el “derecho” a lo consuetudinario.
Ahora bien, a nivel internacional hay una corriente que pareciera
admitir que los pueblos indígenas son sujetos de derechos, pero propone
“derechos” delimitados por el sistema jurídico del Estado. Para lograr su
propósito sostienen que “pueblos indígenas” debe entenderse como una
categoría sin efecto en el derecho internacional, es decir, carente de la
capacidad de autodeterminación. Dicho de otro modo, avalan la idea de
que el reconocimiento internacional de los pueblos indígenas es una
amenaza al derecho a la conservación de los estados. Este derecho se
alega como colofón de la liberación de independencia colonial y se
entiende como la potestad del Estado a conservar su territorio si fuera
“amenazado” por el principio de la autodeterminación.

6. La práctica republicana de la soberanía popular
Los ideales de la soberanía popular y de la igualdad entre las
personas pese a su aceptación formal fueron temas controvertidos en
nuestra historia. Se podía ser contrario a la esclavitud pero admitir la
servidumbre, querer la República pero propugnar que “unos han nacido
para mandar y otros para obedecer”.
Al inicio de nuestra vida republicana el tipo de gobierno que
convenía al Perú era discutido por dos tendencias, los monárquicos y
los liberales. Opuestos en cierto sentido coincidían sin embargo respec-
to a las etapas generales de la evolución política del mundo como se
entendía en ese entonces. No obstante, unos pensaban que sería conve-
niente una monarquía, pues decían que el Perú la sociedad no estaba
preparada aun para aplicar plenamente las ideas democráticas, de modo
que habría de transcurrir un proceso de madurez y educación para
llegar plenamente a ella.
Para los liberales, el camino para plasmar los ideales democráticos
era mediante su ejercicio pleno y la aplicación inmediata de todos los
postulados libertarios. Para gobernar al Perú, los monárquicos pensaban
en la realeza europea o la emergida de la casta militar triunfante pero el
sustrato de tal propuesta estaba perdida –al menos teóricamente- al abrir
una ventana a los reclamos de una aristocracia indígena. Monteagudo, el
monárquico que gobierna entre l821 y l822, “suprime el status de Indio,
prohíbe incluso el empleo de la palabra y la sustituye por la de peruano”
(Demélas/318). Los liberales creen que “el nuevo régimen tendría que
fundarse sobre los derechos del hombre y los poderes municipales”
(Demélas/319). Pero el tributo indígena –negación de cualquier equiva-
lencia ciudadana- se mantuvo entre abolición total y parcial hasta l854,
dos años después de un Código Civil que exaltaba la igualdad de todos
ante la ley. En los primeros años de la República y quizá a todo lo largo
de ella, la sombra de la los levantamientos indígenas en especial el de
Tupac Amaru II, permanecían en la conciencia de las capas criollas
gobernantes del Perú que “usurpaban el papel de las fuerzas indígenas”
(Larson/110) y a los cuales, el levantamiento de Huancané en 1866,
reafirmó en sus prácticas económicas, políticas y jurídicas de discrimi-
nación y sometimiento de los indígenas.
Ahora bien, el entramado jurídico de la República “recibe” de su
antecedente colonial a la “comunidad” como el cuerpo-objeto de los
derechos indígenas y se desliza en vaivenes de la disolución a la asimila-
ción. Esa disyunción es la constante tensión que modula los derechos de
propiedad comunal y de los recursos naturales -en especial los mineros-
hasta nuestros días.
El sector liberal asentado en Lima, inicialmente alentado por la
prosperidad del comercio del guano y luego por las necesidades de
recuperación de los estragos de la guerra con Chile, y los terratenientes
andinos -con sus poderes locales e intereses de control y expansión de su
propiedad mercantilista- compartían el desprecio oligárquico por la “raza
indígena”. Así pues, el edificio que se construye desde finales del siglo
XIX es el del “pacto discriminador en contra de las mayorías indias”
(Larson/114). La expansión de las haciendas a costa de las tierras de
comunidad va acompañada de una ciudadanía sin derecho al voto y la
absoluta marginación política. La República como una construcción sin
y contra lo indígena prevalece. Los cambios a fines de la década de l960
resultaron insuficientes o contradictorios, los modelos “asociativos” ter-
minaron por poner en crisis la economía de las comunidades y reducirán
su ya ligero peso político.
En ese contexto de derechos parcelados y “ciudadanías forzadas”,
es decir de una nacionalidad relativamente artificial -adhesión formal a
un sistema jurídico que no es retribuida con derechos- sucede a finales
del siglo XX la mayor masacre indígena de la historia documentada del
Perú. “De cada cuatro víctimas, tres fueron campesinos o campesinas
cuya lengua materna era el quechua” (Informe de la Comisión de la
Verdad y Reconciliación, prefacio, página 1). Refiriéndose a las dimen-
siones del conflicto la Comisión sostiene que “la cifra más probable de
víctimas fatales de la violencia es de 69,280 personas”. “De allí que las
tres cuartas partes del total de víctimas reportadas a la CVR hayan sido
quechua hablantes de los departamentos más deprimidos del país” (Con-
clusión 2, página 150). Y si bien, “las víctimas hablantes de idiomas
nativos se concentraron de manera sumamente localizada en los departa-
mentos amazónicos, y comprenden un porcentaje muy bajo de la base de
datos” (Nota 96, página 158) de la Comisión de la Verdad y Reconcilia-
ción, lo cierto es que todos los asháninkas, yanehas, nomatsiguengas de
selva central fueron, de uno u otro modo, alcanzados por la violencia.

7. Los pueblos indígenas como realidad jurídica
Es desconcertante escuchar que en el Perú actual los pueblos
indígenas no existen. Al menos con tres rostros se dibuja esa afirmación:
la desaparición material de los indígenas en la (1) sociedad peruana, el
desvanecimiento de su (2) sustento jurídico y la magnificación de la (3)
legislación sobre “comunidades”.
El primer sesgo sostiene que los pueblos indígenas dejaron de ser
un grupo humano típico y distinguible al interior de la nación peruana.
Esa situación -piensan- deriva de diversos procesos legales, económi-
cos, demográficos... especialmente la expansión del mestizaje -¿ex
indios?- y el mercado -emigrantes/ambulantes- De manera que, referir-
se a los derechos de los pueblos indígenas, no tiene sustento en la
presente situación peruana.
Coincidiendo con esas ideas, el segundo punto de vista, considera que
con la Independencia -la entronización de un nuevo sistema jurídico u orden
jurídico nacional- se resolvieron los problemas de los derechos de los
pueblos conquistados que pudieran haberla precedido. La emancipación es
concebida como un acto político-jurídico que licuó los derechos de los
pueblos -teoría del agotamiento- o los actualizó-delimitó como problemas
internos y exclusivos del sistema imperante -teoría de la representación-.
La tercera opinión es un complemento a las dos anteriores. En
efecto, la percepción agrario-campesinista, considera que los problemas
jurídicos indígenas -si los hubiera- se limitan a las disposiciones legales
respecto a las comunidades campesinas o nativas e, inversamente, cual-
quier “ley” sobre pueblos indígenas es concebida como una legislación
sobre comunidades a las que se les cambió de nombre. Así, para
algunas ideologías jurídicas, la comunidad “legal” -de las disposiciones
legislativas y administrativas, la del ministerio de agricultura y los
títulos retaceados- se presente como el tótem, el dogma, la suma y el
límite de todas las referencias reivindicativas de los derechos comune-
ros, “campesinos” e “indígenas”.

Indudablemente, se dan algunos casos de “comunidades” total-
mente desindigenizadas en su identidad cultural. El problema surge
cuando esos casos se muestran como la regla y los derechos de los
pueblos indígenas resultan irreivindicables, o son “reducidos” a las
disposiciones sobre comunidades campesinas o nativas. De manera que,
la comunidad legal -del sistema jurídico oficial- es proyectada sobre
todo derecho indígena. Así, los derechos de los pueblos indígenas -o lo
que de ellos pudiera quedar luego de tal desmontaje- es la farsa del
retorno al modelo jurídico oficial. El regreso al drama de un derecho
diminuto y deficiente que divide a los pueblos en una multitud amorfa de
cinco o seis mil personas jurídicas o en títulos individuales de propiedad.
Desde nuestra perspectiva, la categoría jurídica “pueblo indígena”
es notablemente superior a la de “comunidad”. A diferencia de la comu-
nidad -creada por las normas oficiales- los derechos de los pueblos
indígenas son derechos humanos que alcanzan también a la comunidad
en su condición de ser o poder reivindicarse como parte de un pueblo.
Pero superan ampliamente las normas oficiales de las comunidades pues
aquellos se sustentan en los principios de la democracia representativa.

viernes, 24 de noviembre de 2006

Ciudadanía, identidad y configuración política







Texto publicado el año 2006.

Ciudadanía, identidad y configuración política.

A pesar de las apariencias acontecimientos sucedidos –en Europa y en América- en siglo XVIII y en especial el siglo XIX, delimitan buena parte del tema que debo exponerles respecto a la ciudadanía y los derechos colectivos de los Pueblos Indígenas. Digo que a pesar de las apariencias, pues en ese trayecto histórico nacieron la mayoría de los actuales estados nacionales latinoamericanos y se formalizó el predominio de la idea de la democracia representativa. Podríamos pensar –entonces- que en el caso de nuestros países, se habían cristalizado la igualdad entre las personas, el acceso homogéneo a los bienes jurídicos o el respeto general a las libertades del hombre... Pero como a todos nos consta este referente ideal dista muchísimo del trajín diario de las personas y sus maltratados derechos.

En el breve plazo en que debo exponer daré por implícitos algunos asuntos cuyo desarrollo extenso no es posible, para no agotar ni el breve tiempo que se me ha concedido, pero especialmente, para no abusar de su paciencia.

Pues bien, de la manera que entiendo el problema será mejor que adelante algunas claves. La primera es que –como se ha repetido hasta el cansancio- los indígenas son, en el mejor de los casos ciudadanos de segunda clase pues lo normal es que no sean ciudadanos con derechos políticos. La segunda es que –no obstante una limitadísima intención constitucional- no se han diseñado políticas públicas respecto a la identidad étnica y cultural de todo individuo y mucho menos “a la protección étnica y cultural de la Nación” -artículo 2-19 de la Constitución peruana- Y la tercera es que los pueblos indígenas siguen siendo convidados de piedra en la configuración político-administrativa de los estados nacionales latinoamericanos hasta hoy en día.

Y como estas tres cuestiones ciudadanía/identidad/configuración se encuentran imbricadas será necesario señalar en qué sentido y cómo se ensamblan las unas con las otras.

Me refería a esa vieja historia de los siglos XVIII y XIX pues en ellos sucedieron los procesos político/jurídicos cuyas consecuencias ahora explico. En resumen la idea de la ciudadanía es muy simple: si usted tiene por naturaleza derechos el único modo de concordar esos derechos con otros semejantes, es mediante una renuncia masiva a favor de un “contrato social”, en el cual, se realicen los derechos y deberes de todos. Ante esa renuncia personal, le nos “devuelve” los derechos –las cláusulas del contrato- ahora transformadas en derechos político/civiles y su expresión más espléndida: el derecho al voto. La premisa fundamental es esta: todos los ciudadanos son –jurídicamente- iguales -eso se refleja en un voto a cada quien- Me excuso –nuevamente- de ingresar al asunto de los sin propiedades, los indígenas, los analfabetos, las mujeres etc. que modulan esa premisa en la historia en la desigualdad de la “ciudadanía económica”.

Como fuere, en adelante, la adscripción a la identidad cultural o identidad nacional de las gentes se transforma en la ciudadanía estatal: los estados nacionales asumen la ficción de que a cada Estado le corresponde una única nación cultural. De manera que, usted es –siempre- un ciudadano de un país a despecho de su condición cultural. ¡La ciudadanía en un Estado mono-nacional es solamente identidad jurídica! La ciudadanía se trata como un dato homogéneo: se le hace dependiente de un sistema jurídico estatal que adscribe únicamente los valores de los sectores seudo occidentales. Y la “nación” –reflejo de tal estado de cosas- deja de ser una identidad de idioma, costumbres, creencias, historia… para convertirse en la suma de los ciudadanos que la componen, o todavía peor, en la adscripción a un modelo dominante y avasallador de la cultura de quienes controlan el poder.

El ciudadano, la persona humana del Código Civil, el sujeto de los procesos de codificación desde Napoleón a nuestros días, es el ser abstracto que las normas modulan con ciertos derechos y obligaciones: un ser ficticio y homogéneo. Pero en el fondo, se trata del juego de los bienes, la compra/venta, la circulación y el contrato. Para ese fin el hombre solo interesa como propietario y la naturaleza –pronto lo será el aire que respiramos, el agua de lluvia, las nubes…- como lo apropiable, lo negociable, “especulable”… No es solamente el cálculo pervertido del mercantilismo, sino el cálculo consentido del liberalismo.

Entonces, el “ciudadano” se torna en una ficción grotesca: las normas jurídicas se escriben en un idioma que no comprendo, los trámites ante el Estado los debo realizar en una lengua extraña, mis hijos aprenderán literatura ajena a espaldas de mi producción oral (de hecho seré concebido como ser a-literario), mi matrimonio no valdrá, el nombre de mis hijos no servirá, mi genealogía no interesa, la forma como compro o vendo no es válida, mi posesión no es mía, el ganado pasta en tierras de otros (sobre todo del Estado), las aguas que uso son de la “nación”, mis bosques a disposición de la burocracia seudo tecnócrata, el suelo del que salen mis papas es distinto al subsuelo de mis derechos donde hay gas o petróleo… y finalmente, mi nacionalidad cultural no tiene derecho a la representación política. Pues, en este país lleno de idiomas “oficiales” (sic) no se ha votado todavía en quechua, aymará, shipibo o huitoto. La diversidad cultural no ha afectado la esfera política, no la ha podido sincerar, abrir, democratizar…








En teoría pues, todas las personas somos iguales ante el derecho. Las personas, sean o no indígenas, tienen los mismos derechos individuales. En su calidad de miembro de un pueblo, una persona indígena tiene derechos en relación a su pueblo pero, en todos los otros aspectos jurídicos, o sea como individuo y ciudadano, tiene los mismos derechos individuales que cualquier otra persona. Un indígena es un ciudadano, es decir una persona que cuenta con todos los derechos y deberes que corresponden al sistema jurídico peruano. Desafortunadamente, nada de esto es la realidad pues en el Perú –y en buena parte de Latinoamérica- la identidad cultural sigue escribiéndose desde el poder como algo singular: “la identidad nacional” y no “las identidades nacionales”.

Curiosamente en el Perú, los artistas e intelectuales oficiales y oficialistas piden un “Ministerio de la Cultura” como si hubiera una única cultura. Un Ministerio de las Culturas, en este sentido plural, los abruma pues cuestiona el sentido mismo de su poder: el detentar la expresión de lo culturalmente válido y de lo que no lo es. En el Perú y en buena parte de Latinoamérica el primer fenómeno que resalta del tema de la ciudadanía, es su ausencia de relación con la identidad cultural. Paralelamente, la ausencia de condiciones para la expresión general de las culturas determina la dominación cultural de los pueblos indígenas o ancestrales.

Resumiendo, en abstracto, el único derecho individual que es distinto para un indígena que para otro ciudadano es el de pertenencia a un determinado pueblo indígena. En concreto este derecho no se puede ejercer pues los pueblos mismos carecen de una cabal representación de su calidad cultural o, si se prefiere, están enfrentados en su IDENTIDAD a la “forma” del Estado Nacional.

Ya desde el año 1821 cuando el General San Martín se auto proclamaba “protector de la libertad del Perú” “hasta que el pueblo forme las primeras nociones del gobierno de sí mismo”, se hacía patente una paradoja constitucional, cual es, que la expresión “pueblo/pueblos” –tan profusamente empleada en los textos constitucionales desde entonces- no se refería a los pueblos indígenas.

Así pues, digámoslo de un modo muy resumido: el sentido histórico de la interdicción colonial española y europea, la suspensión de los derechos históricos de los pueblos ancestrales -soberanos hasta entonces- se ejerció sobre los pueblos americanos, era de suponerse que la gesta emancipadora debiera dar fin a tal dominio. Es decir, restituir tal soberanía interdictada. Como esto no ocurre desde el punto de vista indígena, este desajuste es un rasgo atávico en la genética constitucional que distorsiona el sentido de la democracia. He aquí un discurso jurídico que debiendo ser constitutivo -que diera forma y compusiera- la nación como suma de sus identidades culturales, -todos sus pueblos como componentes- quedó atrapado en una falsa imagen de su personalidad cultural e inutilizó todo propósito democrático.

No obstante… la separación política de la metrópoli española se produce y la entronización de la república se realiza. Desde entonces hasta hoy en día el modelo es del Estado Nacional se impone sobre los pueblos y sus culturas

Consideremos por ejemplo en el Perú, la tolerancia a regañadientes de la “comunidad” -acusada de institución atrasada, rémora nacional y origen de todos los atrasos locales- y supuestamente enfrentada al “ciudadano propietario”. El desencuentro se sustenta en un aserto socio político crucial, cual es, que los pueblos indígenas no existen como entidades socio políticas con derechos plenos. Esta es la consecuencia de las ideas revolucionarias, europeas y norteamericanas siglo XIX, que fueron bien acriolladas para perpetuar determinados privilegios a pesar de la emancipación de España. Para el ideario triunfante el pueblo –uno- y la nación -una- son la condición de su estructura político/jurídica. El “ciudadano”, la “igualdad”, la “libertad” etc. son otras tantas ideas fuerza sin el correlato socio-antropológico real. Sin embargo, son conceptos que calzaban cómodamente tanto a los intereses de las “nuevas” elites comerciales que financiaban las campañas militares desde Argentina y Chile, hasta Venezuela y Colombia, como a los sectores criollos locales. Entonces, los criollos peruanos, no dudaron en armar el tinglado constitucional “nacional” a imagen y semejanza de una homogeneidad que los ponía en el dominio político del nuevo Estado a pesar de la evidente pérdida territorial que sufrían. Y si dudaron, los ejércitos libertadores estaban allí para recordarles su papel. En fin, la armónica concordancia que los pueblos indígenas no existen o están subsumidos por el “pueblo” de los nuevos estados, es posiblemente, el primer gran acuerdo del derecho internacional sudamericano. Es un acuerdo político jurídico implícito y explícito.

Digámoslo en otras palabras, en nuestros países el pueblo es solamente la suma de los ciudadanos: el sueño del positivismo jurídico hecho realidad.

Pero contra ese modelo de Estado mono nacional se proponen los estados plurinacionales. Es decir en los que las distintas nacionalidades culturales –los pueblos indígenas- logren una auténtica representación política. Autonomía local para su gobierno y representación política directa y proporcional en las esferas del gobierno general. ¿Por qué razón jurídica? Puesto que los pueblos no renuncian a la autodeterminación pero se incluyen en el Nación peruana, su “contrato constitucional” les es retornado
con la representación política general y directa.

Consideremos algunos ejemplos de la situación internacional: al este de Burma los Karen tienen un Estado casi independiente, los Hmong en Indo-China no han tenido igual suerte, pero en Canadá los Inuit cuentan con una región autónoma, Dinamarca dio a los Inuit de Groenlandia derecho al autogobierno, los sami tienen parlamento en Finlandia, Noruega y Suecia. Cerca de nosotros es indispensable revisar el caso de los dos regímenes autónomos más antiguos, me refiero al caso Kuna en Panamá y al de los Miskitu en Nicaragua. Así como la experiencia colombiana, venezolana, guatemalteca y ecuatoriana. Además –obviamente- del caso mexicano.

En fin, a pesar de todos los encendidos discursos políticos los límites siguen siendo evidentes: sin una profunda reforma de los Estados latinoamericanos la democracia seguirá siendo forma vacía, carente de contenido historia y futuro.